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El dolor como umbral

Reflexión Sobre el dolor

Una noche, entrando el verano, fui con una amiga a una fiesta. Era una fiesta bastante peculiar, una de esas donde la palabra clave es consentimiento y la atmósfera se respiraba diferente: una sex positive party. Aunque pueda sonar impactante, la verdad es que, en esencia, se parecía a cualquier otra fiesta. Tal vez un poco más coqueta, más distendida, y, sobre todo, libre de juicios.

Entre la música y el ambiente de celebración, hubo un momento que se quedó grabado en mi memoria.

Un grupo de artistas subió a un escenario para realizar un performance. Invitaban a algunos asistentes a participar, a los voluntarios los colocaban en una especie de telaraña de cadenas, restringiendo sus movimientos y provocando contorsiones extrañas, nacidas de la tensión y del juego. Los cuerpos parecían llamaradas humanas, torsos arqueados, brazos crispados, cabezas echadas hacia atrás en una mezcla de resistencia y entrega al juego. Por la atmósfera y la complicidad del momento, podía intuir que lo estaban disfrutando.

Sin embargo, en mí despertó otra imagen. La iluminación rojiza los envolvía como si ardieran en llamas, y la torsión de sus cuerpos me recordó de inmediato una obra de arte: Las puertas del infierno de Rodin.

Allí estaban, frente a mí, como figuras arrancadas del bronce y traídas a la vida, bocas entreabiertas, ojos cerrados, ceños fruncidos. En su gestualidad había algo hipnótico y atractivo. Imposible no pensar en la delgada línea que separa el dolor del placer, y en cómo, a veces, se vuelven indistinguibles.

Esa noche me quedé pensando: ¿qué es el dolor? ¿Y por qué, en ciertos contextos, puede convertirse en una vía de liberación?

Dolor y placer: opuestos y complementarios

Aprendí a ver el dolor y el placer como polos contrarios. El primero, asociado a la herida, al sufrimiento, al rechazo. El segundo, al bienestar, al deseo, al gozo. Ambos teñidos, además, de un fuerte componente moral, sobre todo por la influencia religiosa que a menudo nos recuerda que disfrutar es sospechoso y sufrir es virtuoso.

Pero aquella escena me hizo pensar en otra metáfora. La de los colores opuestos. Colores que, lejos de anularse, se intensifican cuando están uno al lado del otro. Así también el dolor y el placer no se cancelan, se potencian.

El dolor, en su crudeza, nos recuerda que estamos vivos. Nos arranca de la neutralidad y nos obliga a habitar el cuerpo con una intensidad que a menudo olvidamos. El placer, en su voluptuosidad, no es más que otra forma de tensar ese mismo hilo vital.

A veces se tocan y se confunden. Una quemadura leve en la piel, la presión de unas manos, un beso demasiado efusivo, un recuerdo que duele y, al mismo tiempo, calienta el pecho. En esa frontera movediza ocurre lo fascinante: sentir.

El dolor, entonces, puede que no sea solo un enemigo del que debemos huir. Es también un maestro. Nos recuerda que tenemos un cuerpo, un límite, una vulnerabilidad. En esa vulnerabilidad se abren puertas a experiencias transformadoras.

¿Espejos del alma?

Si observamos con atención, las manifestaciones físicas del dolor y del placer son inquietantemente similares. En ambos casos, el cuerpo se estremece. La respiración se acelera, se corta, se convierte en jadeo. Los músculos se tensan. La boca gime o grita. Los ojos se cierran.

En lo erótico esto se vuelve más evidente. Los gestos de quien goza pueden confundirse con los de quien sufre. En ese misterio radica buena parte de la fascinación: el dolor, convertido en juego erótico, se transforma en placer, y el placer, llevado al exceso, puede lastimar, doler.

Pero esta experiencia va más allá del sexo. Pienso, por ejemplo, en las canciones de desamor que tanto nos gustan. Nos hieren, nos hacen llorar, y aun así volvemos a escucharlas porque nos liberan. El llanto duele, pero también alivia. Una ruptura sentimental puede sentirse como una puñalada, y sin embargo abrirnos la puerta a conocernos de otra manera.

Como dice la famosa canción El triste:

«Hoy quiero saborear mi dolor / No pido compasión ni piedad.»

Dolor y placer comparten esa cualidad. Ambos nos arrancan del letargo y nos hacen sentir. Son experiencias de intensidad que rompen la rutina y nos hacen reflexionar sobre la vida.

La catarsis: atravesar el dolor

En la antigua Grecia, el teatro se concebía como un espacio de catarsis. El público reía, lloraba, temblaba, y al final salía purificado. El dolor escenificado era medicina para el alma.

Hoy, siglos después, esa idea sigue viva en muchos territorios. Escuchar una canción que nos duele, llorar hasta quedar exhaustos después de una pérdida… todo esto nos conecta con la catarsis.

El dolor se vuelve liberador cuando deja de ser puro sufrimiento y se convierte en un canal. Una grieta por la que lo reprimido encuentra salida. Esa salida, paradójicamente, nos da alivio.

En el fondo, tanto el dolor como el placer nos invitan a lo mismo: a atravesar. Atravesar el miedo, la resistencia, las capas que hemos puesto para protegernos. Al otro lado, siempre hay una forma de liberación.

Memento mori

El dolor no es solo un enemigo al que temer. Es también un lenguaje, un espejo, una puerta. Puede ser cruel y devastador, pero también fértil. Puede encerrarnos, pero también liberarnos.

El dolor y el placer no son dos extremos irreconciliables. Tal vez son orillas de un mismo río. A veces nos ahogamos en uno, a veces nos dejamos llevar por la corriente del otro. Pero en ambos casos lo esencial es el movimiento, la intensidad, la experiencia de sentir.

Quizás, al final, lo importante no sea huir del dolor, sino aprender a escucharlo. Dejar que nos hable, que nos atraviese, que nos muestre lo que guardamos escondido. Porque en ese lamento del alma, en su ardor, en su vibración, hay un mensaje.

Como he dicho anteriormente, no soy ninguna experta y no pretendo imponer nada, solo son mis reflexiones, pensamientos. Un trozito de mi.

Te inivito a leer mis reflexiones y si gustas dejar un pequeño comentario

Gracias.

Imagen de una mujer con cara de tristeza o dolor con un accesorio de perlas en su cara
Dolor

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