foodie era
Estatus de mi relación sentimental con la comida: complicada, pero entrando en mi foodie era. 💅✨
Amo comer, y tal vez esta sea la primera entrada de muchas que me gustaría compartir sobre el gran gozo que es, para mí, el comer.
Desde muy pequeña siempre he sido de muy buen diente. Generalmente, no temo a la experimentación de texturas, colores y sabores. Mi naturaleza curiosa me ha llevado a probar de todo un poco, casi siempre con entusiasmo y con el placer de compartir con aquellos que me han alentado a probar: como mi abuelo o mi padre. Siempre guiada por su “primero prueba y luego decide”. Pero, como pasa en toda relación, hay altas y bajas.

Drama a la mexicana
Como en una buena telenovela mexicana, la exageración y el drama vinieron a dar un twist que complicó la relación de los enamorados (yo y la comida).
Llegó un momento en mi vida —y más siendo mujer, con ciertos estándares que se suponía debía cumplir— en que la comida pasó a ser un dolor de cabeza, una culpa, un miedo. Llegaron las dietas y las restricciones; y cada bocado venía con su dosis de culpa. En esos años, perdí la sensibilidad que tenía con la comida; dejé de escuchar a mi cuerpo, lo que el paladar y los sentidos me pedían. Ya no importaba.
Después de altos y bajos, poco a poco empecé a sanar mi relación con ella, justo cuando empecé a cocinarme. Ahí vino mi etapa de experimentación. Me di cuenta de varias cosas: primero, que tenía buen sazón. Segundo, que no me daba miedo “jugar” con la comida. Por último, que de la vista nace el amor. Me gustaba ver un balance de colores. No es que lo decorara meticulosamente, pero tenía que tener cierto atractivo visual.
Como en las novelas, cuando crees que los amantes por fin se reunirán y serán felices para siempre, ¡surge el tercero en discordia! En ese entonces, no solo cocinaba para mí. Y hay veces que, por más que te gusten dos platillos —sean tus favoritos y jures que podrías comer uno y luego el otro—, simplemente no hay química, y es mejor comerlos por separado. La situación es, y para no hacer el cuento largo —porque esa es harina de otro costal—, que no hubo un punto de balance. Los gustos, creencias y bagajes de cada uno hacen difícil mezclar y encontrar el equilibrio.
Y vivieron felices…
Ahora estoy en otra etapa, en casi todos los aspectos, donde el comer ha tomado un nuevo giro. Bueno, igual no tan nuevo; simplemente más acorde a cómo soy, a quién soy y a cómo me gusta experimentar la vida. No es que haga un ritual ceremonioso al comer o preparar algo —porque, seamos realistas, a veces no hay tiempo ni preparación, y un buen sándwich es lo que hay a mano—. Pero incluso en un sándwich hay que tener cierto arte. ¡Un savoir-faire!
Para mí, comer —igual que cocinar— son actos de amor. Por más simples que parezcan, siempre los recibiré o los haré con cariño. La cocina es un arte: la preparación, la presentación, los sabores, y el disfrute de cada bocado.
Alguna vez le dije a alguien muy cercano, mientras comíamos alitas de pollo —de esas buffalo wings—: “No me retan el paladar”. A esa persona no le gustó nada mi comentario; de hecho, le molestó bastante. Sé que pudo sonar pedante, pretencioso, y muy probablemente así fue en ese momento. No busco justificar lo que dije, sino entender el porqué. Creo que, más allá de las alitas o de alardear de lo exquisito de mi paladar, lo que había era un desequilibrio, un descontento entre lo que deseaba y lo que lograba expresar. Ahora, esa frase me recuerda que sí, así soy: de las que buscan ese arte en cada bocado.
“Y vivieron felices y comieron perdices…” No. Esta historia aún no termina; de hecho, creo que apenas arranca. Ya les iré dando mis recomendaciones, recetas y reseñas.
Por lo pronto, el consejo que dejo es este:
una buena historia, como un buen platillo, se disfruta con las manos (y el espíritu) bien abiertos.
Y con un cafecito para la sobremesa. ✨☕

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