Hablemos de postres y deseo
Desconozco desde hace cuánto el gusto por lo dulce nos acompaña como humanidad. Aunque es un tema interesante y que sin duda la pena navegar esos territorios, en esta ocasión quiero compartir un trocito de mi historia con esta sensación gustativa: el dulce.
No sé cuál haya sido tu historia con los postres, pero la mía siempre ha tenido luces y sombras, y al principio más oscuridad. A pesar de que hoy estoy llegando a otro punto con lo dulce, mi recorrido ha pasado de la prohibición, al extremo de la obsesión y, más recientemente, hacia un equilibrio y una paz que aún sigo construyendo.
Como he compartido en otras ocasiones, soy de buen diente. Sin embargo, durante mucho tiempo los dulces fueron un territorio restringido, casi prohibido. Cuando era niña, mi mamá en contadas ocasiones me daba para mi lunch de la primaria un sándwich de Nutella, y yo recuerdo que lo ponía de una manera “escueta”, al menos así lo percibía mi niña golosa de entonces. Yo deseaba que se desbordara, que en cada mordisco aquella crema de avellanas escapara por los bordes del pan. A pesar de pedírselo, mi mamá siempre mantuvo la mesura en mi sándwich de Nutella.
En mi mente, lo dulce estaba marcado por el exceso, lo prohibido, lo “malo”. Solo podía existir en momentos de permiso: un pastel de cumpleaños, una salida familiar. Aquellos instantes eran ventanas fugaces de autorización, y al ser tan escasos, me lanzaba a los extremos. Si estaba permitido, debía aprovecharlo, atiborrarme, como si el placer fuera un lujo que no volvería a repetirse.
Con el tiempo, esa sensación de escasez, de pensar en lo “pecaminoso” de un postre, ha ido desapareciendo. Claro, a veces regresa, pero ahora trato de vivirlo desde el disfrute: dejando que mis sentidos se entreguen a un trozo de chocolate, a un helado, a un bocado de pastel o a cualquier otra dulce tentación.
El postre de la reflexión…
Hace unos días, en la Bretaña francesa, nuevas reflexiones llegaron a mí y una perspectiva distinta empezó a vislumbrarse. Allí, los postres estaban siempre presentes: galletas, Paris-Brest, tartas de limón, roles de canela, flan bretón, mousse de chocolate, helados, chocolates, sorbetes… de todo. Y de pronto, ya no había ventanas de permiso ni prohibiciones: había abundancia.
Una tarde fresca invitaba a una pausa tranquila con una taza de té. En la intimidad de una casa familiar me esperaba un kouign amann recién calentado. El olor fue hipnótico. La mantequilla derretida liberaba un perfume cálido, mientras el azúcar caramelizada chisporroteaba suavemente en la corteza crujiente. Todo en mí reaccionó: las papilas salivaban, el estómago se tensaba entre deseo y culpa.
Cuando lo tuve frente a mí, aquel lingote dorado brillaba como una joya. Y al darle el primer bocado, me rendí. Era suave, terso, dulce sin empalagar, con esa mezcla perfecta de humedad y crocantez que solo la mantequilla y el caramelo saben provocar. Cada mordida era un apapacho, un mimo.
Tres ingredientes —harina, azúcar y mantequilla— sin adornos ni pretensiones en su presentación, lograban una experiencia suntuosa y compleja en el paladar. Lo que comenzó con un instante de culpa se transformó en deleite. El kouign amann no pedía nada más que rendirse a su decadencia honesta. Descubrí que, cuando el placer está siempre al alcance, ya no es necesario devorarlo con ansiedad. La abundancia calma la urgencia.
Postres, deseos, tentaciones y abundancia
Lo que me lleva a preguntarme: ¿qué nos dice nuestra relación con la comida sobre nuestra relación con el deseo?
Comer, igual que desear, activa todos los sentidos. El olfato que anticipa, la vista que enciende, la lengua que explora, el tacto que recorre. Como en el erotismo, hay un juego entre lo prohibido y lo permitido, entre la culpa y la rendición.
Quizá si viviéramos el deseo con la certeza de que siempre está disponible, de que no hay escasez, dejaríamos de atascarnos en los extremos. Tal vez aprenderíamos a saborear con calma, con entrega, con abundancia.
Al final, no importa si hablamos de un trozo de pastel o de un abrazo, ambos nos invitan a lo mismo, a vivir con todos los sentidos despiertos.
Y ahora te pregunto:
¿Cómo es tu relación con lo dulce?
Me encantará leerte en los comentarios.
Si quieres seguir explorando más sobre el placer como experiencia sensorial, te invito a descubrir otros textos de mi blog o a recorrer mis reflexiones sobre las artes amatorias.
