Mi ser por mi libertad (parte II)

Advertencia

Algunas imágenes en este texto pueden perturbar, incomodar o despertar memorias profundas. Lee con conciencia. Cuida tu sensibilidad, y si algo te toca demasiado, está bien cerrar los ojos… o puedes arriesgarte a seguir leyendo.


Mi ser por mi libertad

Segunda parte

Abrí los ojos. Estaba nuevamente en el lavabo. Me levanté del suelo, me miré en el espejo y aquel vacío se convirtió en ira.

—Esto se termina aquí. No volveré a dejar que esto me pase.

Mientras pronunciaba cada palabra con vendavales de furia, sentí cómo las coyunturas de mis brazos y piernas se desprendían de mi carne hasta separarse del torso y caer lentamente al suelo, dejando un charco de sangre.

El dolor era insoportable, pero la cólera que erupcionaba dentro de mí me mantenía de pie. Con cada gruñido de dolor, algo nuevo se gestaba bajo mi piel.

Tirada en el piso, entre sangre y lágrimas, alcancé a ver mi reflejo en el espejo. Era una especie de gusano, una crisálida humana. De pronto, varios hoyos negros comenzaron a abrirse sobre mi piel, como poros que se dilataban exponencialmente. Mi ser eclosionando de mis propias vísceras.

De ellos emanaba un líquido verdoso y viscoso. El dolor era una tortura, pero mi mente, enfocada en no volver a sentirme miserable, me impedía rendirme.


Cada grito desgarrador me daba fuerza. Con cada bocanada de aire, nuevas extremidades largas, negras y peludas surgían de los hoyos de mi torso.

Me torcía de dolor, pero estaba decidida. Sería la última vez. Grité con toda mi alma; sentí cómo se me caían los dientes, podía sentir la carne tierna de las encías. Una punzada de dolor atravesó mi boca, la mandíbula se quebraba. El sonido de los huesos crujir me ensordeció. En su lugar, emergieron colmillos poderosos, pinzas de un magnífico depredador.

Las imágenes se volvieron borrosas. Me acerqué al espejo, mis ojos se dividían, dos, cuatro… ahora ocho. Cerré los párpados empapados en sangre, y al abrirlos, todo se aclaró.

Mi visión era distinta, pero perfecta. Me reconocí. Era la misma imagen de mi sueño. Poderosa, magnífica, arácnida.

Salí del baño torpemente, percibiendo cada vibración a mi alrededor. Mis nuevas extremidades captaban los pasos, los latidos, los murmullos. Distinguía el caminar de los vecinos, sus respiraciones, hasta su sentir.


Tantas veces que se había burlado de mí caminar torcido, ahora ese peculiar andar se dirigía hacia él. 

Estaba en la sala viendo televisión, absorto, sin notar lo que se le avecinaba. A cada paso, recordaba nuestras discusiones, sus reclamos, mis súplicas, sus negativas. Recordaba todo lo que había hecho por él y la soledad que me dejó.

Ardía en cólera.

Ya no habría más sacrificios. No volvería a hacer nada por nadie más que por mí. No estaba sola. No lo necesitaba. Estaba alineada con mi propio ser.

Claro que antes debía descargar todo lo acumulado. Y quizá… divertirme un poco.

Me coloqué detrás de él y pasé una de mis patas por su cabeza, acariciando su cabello.

—Te dije que ahora no —refunfuñó, al sentirme detrás.

—Solo quiero abrazarte.

—¡Más tarde! —me soltó con desdén.

—No, ya no habrá más tarde.

Me abalancé sobre su cuello y lo mordí con furia. Sentí la tibieza de su carne, el palpitar acelerado de su corazón, el flujo metálico de su sangre. Fue glorioso ver su mirada de incredulidad y miedo mientras lo sujetaba.

Solo quería un abrazo, pensé.

No tuvo tiempo de entender. Cuando mis colmillos penetraron su piel, el dolor y la ira se convirtieron en veneno. Un veneno que lo paralizó, dejándolo consciente, atrapado en su cuerpo.

Lo arrastré por el pasillo hasta la sala. Me subí sobre él para que apreciara mi magnitud. Mi torso desnudo y desfigurado excretaba un líquido verde; de mi carne emergían largas extremidades cubiertas de pelos finos como agujas. Mi rostro, deformado, mis ojos múltiples y mis colmillos húmedos de saliva. Aquella humedad de mi cuerpo me hacía brillar. Era grotesca y sublime.

Vi el terror en su mirada. Dejé caer hilos de saliva sobre su rostro.

Recordé cómo, cada vez que lo besaba, él se limpiaba.

Ahora tendría que soportarlo todo.


Los recuerdos estallaron en mi mente. Las discusiones, las humillaciones, la soledad. La ira me poseyó. Tomé sus brazos, sus piernas y, con toda mi fuerza, los arranqué estrepitosamente del resto de su cuerpo.

El sonido de sus articulaciones al desprenderse y la sangre salpicando las paredes me envolvieron en un trance. Abluciones de mi libertad.

Recordé cuánto detestaba mis pies, cuánto le asqueaban. Abrí gentilmente su boca, con mis arácnidas patas y metí levemente la punta de mi pata. Sonreí. Saqué delicadamente mi pata y introduje su propio pie en su boca de un golpe.

Ya no habría más reclamos. Mientras lo envolvía en mis hilos, cada hebra llevaba un recuerdo de dolor, de frustración, de llanto reprimido.

Lo convertí en un ovillo de recuerdos.

Al terminar, le di un beso en la frente y lo dejé en una esquina. Había soltado la carga.

Entré en la habitación y me dormí del agotamiento.

Al despertar, estaba frente a Él.

—Mi criatura… ven, que te acaricie —su voz era dulce y cálida, tan profunda que el alma me tembló.

Su presencia llenaba el espacio como un eclipse; su sombra era luz que me reconfortaba.

Me acerqué a su mano. Me acarició la cabeza con ternura y caí en un dulce sueño a sus pies.

Fin

Titaniarex


Si te atreves a mirar dentro de tus propias sombras, te invito a leer mis otros relatos


¿Hasta dónde puede llevarte la furia cuando se convierte en libertad? Te leo en los comentarios.

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