Quien con lobos anda a aullar aprende

Quien con lobos anda, a aullar aprende

(Parte I)


Advertencia

Este texto puede incluir pasajes explícitos, viscerales y profundamente humanos.
No es para todos, pero quizás sea justo para ti.


Un pequeño aperitivo

Me gusta mucho esta temporada del año: los colores, los aromas, las noches frías y esa sensación de que las fronteras entre el mundo de los vivos y el del más allá se vuelven muy delgadas.
Como si, por un instante, ambos mundos pudieran tocarse.

Este relato nació de ese cóctel de fantasía, el clima, una experiencia personal y la imaginación.


Quien con lobos anda, a aullar aprende

Todas las tardes, después del trabajo, salía con mis compañeras a beber algo y a desahogarnos del tedio de la oficina. A veces íbamos por un café, otras por una cerveza o una copa de vino.
Los viernes, si el ánimo lo permitía, salíamos a bailar.

La mayoría de ellas eran solteras. Yo tenía novio: Paul. Vivíamos juntos desde hacía tres años. Lo amaba con locura.Por eso, con frecuencia rechazaba las invitaciones y regresaba a casa para estar con él.

Sin embargo, él me reclamaba que pasaba más tiempo con ellas que con él. Incluso llegamos a discutir por la hora a la que llegaba, todo por estar con esas “zorras”.

Sus comentarios me herían. Yo lo quería, estaba ahí con él, pero él solo veía cómo me divertía con ellas.
Para evitar problemas, reduje mis salidas. Al terminar el trabajo me iba directo a casa.

Cuando llegaba, me saludaba con cierta indiferencia. Al acercarme para besarlo, a veces me olía y decía, con tono despectivo:

—Hueles a esas zorras. ¿Has salido con ellas?

Una noche le reclamé por qué no salíamos los dos, que aprovecháramos nuestro tiempo juntos. Él contestó que prefería quedarse en casa tranquilo y que, si quería, podía irme con las zorras… Solo que tuviera cuidado. Me dejó muy en claro que no aprobaba mi amistad con ellas porque, según él:

—Cuando uno sale con lobos, a aullar aprende.

Sentía mucha frustración.
Paul no quería estar conmigo, pero tampoco me sentía libre de salir con ellas. Me tragaba mi molestia.
Tenía que aguantar y buscar maneras de hacerle ver que lo amaba.


Un día fue el cumpleaños de una de mis compañeras. Iríamos a festejarlo a una cabaña en el bosque por la tarde. En un necio intento de estar a su lado, pedí a Paul que me acompañara. Tenía muchas ganas de salir, pero él se negó.
—Ve tú si tanto quieres largarte con esas putas zorras. Si me quisieras, te quedarías conmigo —masculló entre dientes, con ese tono de juicio.

Sentía incluso que me tendía trampas para juzgarme. Respondí que iría, que incluso nos haría bien una noche a solas. No le gustó nada mi respuesta. Me reclamó, me dijo que me estaba volviendo igual de zorra que ellas.

Me fui de casa muy molesta hacia la fiesta.


En la cabaña, me sentía culpable por divertirme sin él. Habíamos discutido muy feo, y no quería que nos fuéramos a dormir separados y molestos.

Así que, en un momento, salí para llamarlo y tratar de arreglar las cosas. Me alejé un poco para tener privacidad.

—¿Qué quieres? —respondió con voz fría.

—No quiero que estemos peleados. Te amo.

—Sí, claro. Pero has preferido irte con esas.

—Te pedí que vinieras conmigo.

—No me apetecía. Quería estar en casa. ¿Vas a regresar?

—No, no puedo. No hay nadie que me lleve. Lo siento.

—¿Ves? ¿Entonces para qué me marcas? ¿Para decirme que te vas a quedar con esas zorras? Y quién sabe si realmente estás donde dices haber ido. Ya te lo dije… con quien lobos anda, a aullar aprende.
En tu caso, lobas. Vas por buen camino, ¡eh!

Me colgó.
No me dejó terminar ni decir nada.

La ira se me quedó atorada en la garganta como un trozo de comida; me ahogaba de furia.

Me interné en el bosque para gritar mi frustración sin la vergüenza de ser escuchada.
Grité, lloré y cuando me sentí más tranquila, me dispuse a volver a la cabaña.

Caminé hacia donde creía que estaba mi destino, pero me desubiqué.
De pronto, el aire se volvió más frío, una neblina cubrió el camino y las ramas comenzaron a crujir a mi alrededor.

El miedo trepó por mi espalda.
Algo me erizó la piel.
No estaba sola.

Unos ojos rojos brillaron entre la negrura del bosque. La noche se presentó ante mí.

Ese era mi fin. Lo sabía.
Aquellos flamígeros luceros se abalanzaron sobre mí.

Cerré los ojos y todo se tornó negro.


No podía ver nada.
La densidad de la noche pesaba sobre mis párpados, y por más que los abría, solo oscuridad entraba.

Sin embargo, sí podía sentir, oler, escuchar…
Aquello fue el terror más absoluto de mi vida.

Continuará…


Titaniarex


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